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El acuerdo con el FMI, ¿qué hacer?
20 Septiembre 2020
Roberto Artavia
Opinión
Si el gobierno quiere nuestro apoyo en este tema, en vez de decir “hay que socarse la faja, dale vos primero”, hubiera empezado con un sacrificio propio real y notable

Expongo dos asuntos. En primer lugar, quiero compartir lo que para mí son hechos de la famosa propuesta del gobierno al FMI:

El plan está sesgado hacia el aumento de ingresos, por la vía de los impuestos, de una forma desproporcionada. El componente de los ingresos representa aproximadamente el 75% del ajuste, mientras sólo el 25% va contra los gastos, y esta segunda parte no es segura.

Cuán sesgado sea finalmente, dependerá de cuánto se ejecute de la reducción de órganos desconcentrados de las instituciones públicas, de la eliminación de sus funciones redundantes y de cuántos empleados se acojan a la movilidad laboral ofrecida. El plan de movilidad laboral que anuncian es muy pequeño; y es más una pantalla para decir que se redujo el empleo público, sin realmente entrarle con decisión al tema.

La venta de activos que proponen, BICSA y FANAL, aún si uno está de acuerdo con vender esas organizaciones (yo no estoy de acuerdo con la venta de BICSA), es ridículo en un Estado que tiene activos que sí generarían ingresos significativos en los campos de energía, telecomunicaciones, seguros, banca, etc. Muestra que quieren decir que vendieron activos, pero sin llegar a hacer una transformación significativa.

La regla fiscal, que desde su aprobación en 2018 debió significar una reducción del gasto total, seguirá aportando a la reducción del gasto, pero no se vale contarla como un nuevo sacrificio del gobierno, porque no lo es.  Ya su impacto estaba programado desde que se aprobó en 2018; y por lo tanto es inadecuado contarla como parte del “sacrificio” que le genera este plan al gobierno. Esa contabilidad ya estaba hecha y, como bien saben los de Hacienda, no se vale contar dos veces el mismo rubro. Así, el sesgo al cobro de impuestos es aún mayor.

Los nuevos impuestos sí perjudican a las familias más humildes y a los asalariados de menos de 840,000 colones por mes, al cobrarle impuestos a sus transacciones bancarias, crediticias, etc. y al encarecer, casi irremediablemente, muchos bienes y servicios en la economía nacional.

El impuesto a las transacciones financieras es una carga directa a todo el pueblo y a todas las empresas. En esta era de digitalización, aún los trabajos más humildes y de economía informal se pagan con transferencias y ni qué decir de la carga que significa para las grandes empresas. Es fácil de cobrar y por eso atractivo para el gobierno.

Este plan es “pro-estatista”, pues le pide a la gran mayoría de los ciudadanos, prácticamente a todos, “socarse la faja” —como dijo el presidente— para mantener un Estado ya desde años inexplicablemente grande y cargado de costos injustificables.

Este plan no es consistente con la intención de reactivar la economía, pues les quita a los potenciales inversionistas recursos y, sobre todo, confianza en el Gobierno y en el clima de negocios. Con esta nueva carga fiscal, sumada a la existente, más los costos de las cargas sociales, se afecta la rentabilidad y el riesgo percibido de nuevas inversiones y, por tanto, las reducirá.

Esta propuesta al FMI se articuló sin diálogo ni concertación. Cuando el gobierno tiene interés, abre sus puertas y nos llama —me refiero a los ciudadanos y a los representantes de instituciones— para que aportemos ideas y proyectos; pero el que ahora se llamó diálogo fue una reunión entre ellos y “cuatro gatos”, sin un verdadero esfuerzo por abrir la discusión sobre algo que nos afecta a todos tan profundamente.

Y tal vez el hecho más importante es que, si no se dan estas reformas estructurales, en unos años volveremos a estar igual. El Estado costarricense es adicto a gastar en exceso para su propio beneficio y el de sus empleados. Es también adicto a crecer en número de instituciones y programas, los que se han multiplicado en años recientes. Siendo éste el caso, el enorme sacrificio que piden a los costarricenses no es válido, si al mismo tiempo no instrumentan y garantizan, en la misma propuesta, que no habrá una recaída de sus adicciones.

En segundo lugar, quiero comentar sobre la oportunidad desperdiciada.

Sun Tzu, hace aproximadamente 2500 años, nos había alertado sobre la importancia de aprovechar las oportunidades que surgen de las crisis. Seguro los del gobierno no lo han leído. Y si lo han leído, quiere decir que están aprovechando la crisis para estrujar aún más a la empresa privada nacional y eso es aún más preocupante. Los prefiero incapaces y “mal leídos” que capaces de destruir por diseño y con intención.

En mi opinión, los tres principales elementos de la oportunidad perdida, son:

  1. Hacer el necesario y urgente ajuste estructural del Estado costarricense. Sin tener en cuenta las municipalidades y consejos distritales, tenemos 232 instituciones públicas: 81 más que el país que —según estudios del BID— ocupa el segundo lugar en América Latina. En la era digital y de la automatización, y según nos ha demostrado esta pandemia, no se necesitan tantas instituciones para atender las necesidades de 5,1 millones de personas. Era el momento de rediseñar, reducir y modernizar nuestra institucionalidad.
  2. Se puede proponer la reducción del costo del empleo público de un golpe. Por años les hemos pagado a muchos empleados públicos salarios desproporcionados con nuestra realidad. Somos un extraño caso, en que el crecimiento de la desigualdad en el país se explica, en buena parte, por la transferencia de riqueza que hemos propiciado desde la empresa privada de todos los tamaños a los empleados públicos. Ellos, que en muchos casos destruyen valor en vez de crearlo, se han multiplicado por el enorme incentivo que es un empleo de por vida con compensación desproporcionadamente alta y, en muchos casos, con beneficios que, aparte de pluses y anualidades, incluyen acceso a clubes privados, asociación solidarista, planes de pensiones especiales y fuera del IVM, etc. Era la oportunidad para poner a todo mundo en igualdad de condiciones, eliminar los excesos y, sin necesariamente bajar su ingreso nominal, en poco tiempo regresarlos a un nivel de ingresos proporcional a su productividad real.
  3. Y, tal vez la más importante, es que nos podíamos reinventar como nación, podíamos cambiar nuestro modelo de crecimiento y consolidar el de progreso social con sostenibilidad. Las partes necesarias andan por ahí, pero sin alcanzar su potencial. Me refiero a que este país ha diversificado su comercio de manera espectacular; ha sido capaz de atraer inversiones que aportan capital, puestos de calidad, acceso a nuevos mercados y segmentos, nuevas tecnologías de producción, encadenamientos profundos en la economía nacional y mucho más. Muchas empresas nacionales han cruzado fronteras con éxito y tenemos marcas que dejan huella profunda en mercados de productos y servicios a nivel internacional. También me refiero a que este país históricamente ha sido líder en convertir su crecimiento económico en progreso social. Y que tenemos empresas, emprendedores y talento para participar de manera activa en la economía del conocimiento.

Es cierto que también nos falta mejorar el sistema educativo y la formación de personal técnico —y en eso lamentablemente sólo el INA ha avanzado—; nos falta mejorar la infraestructura logística y la conectividad; nos falta mejorar el acceso a capital a costo competitivo y bajar el costo de la energía… Pero los elementos existen y las condiciones son propicias para redefinir el modelo y ajustar el desempeño de estos sectores tan importantes.

Pero el gobierno, en vez de apostar por una reinvención y fortalecimiento de nuestros motores de crecimiento, y por la modernización con la digitalización de nuestras instituciones de progreso social, optó por un plan “pro-estatista” que, en vez de impulsar el crecimiento y la renovación —como hicimos en 1953-58 o en 1982-90—, opta por un modelo recesivo, por la protección de instituciones obsoletas y por sostener el empleo público; recarga los motores de desarrollo con impuestos, lo que no sólo nos hará más pobres de lo que nos ha dejado la pandemia, sino que nos amarra de pies y manos para cuando llegue el momento de luchar para superar la coyuntura.

Si el gobierno quiere nuestro apoyo en este tema, en vez de decir “hay que socarse la faja, dale vos primero”, hubiera empezado con un sacrificio propio real y notable, hubiera dado el ejemplo y articulado una propuesta balanceada entre recorte del gasto y aumento de ingresos. Con la actual, que está tan sesgada en su favor, va a ser difícil que reciba apoyo.

Todavía queda margen para hacerle cambios a la propuesta. Al menos dos de las fracciones legislativas grandes ya ha calificado la propuesta de “inaceptable”. Imagino que el FMI podría exigir cambios consistentes con una reducción estructural del gasto y sus impulsores. Y para que en la Asamblea Legislativa esto ocurra y el gobierno recapacite, nos toca a nosotros presionar. Primero con comunicación clara y asertiva; con cabildeo directo sobre los diputados y ministros; seguido de un diálogo y negociación real entre las partes. Si nada más funciona, la solución está en las urnas; asegurando que, en la próxima elección nacional no haya que votar otra vez por un tema de valores, sino por un líder visionario acompañado de un equipo fuerte y experimentado, que regrese el país a la realidad de su potencial.

Si llegamos a ese último escenario, habrá sido demasiado tarde para el acuerdo con el FMI, pero aún a tiempo para regresar Costa Rica a aprovechar las oportunidades señaladas y avanzar con paso firme a un desarrollo sustentado en equidad, progreso social, productividad y sostenibilidad.