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Divagaciones sobre productividad
15 Febrero 2021
Roberto Artavia
Opinión
¿Cuándo será que tengamos el crecimiento de la productividad como un elemento central de nuestro contrato social?

Productividad es hacer más con menos. Menos esfuerzo, menos insumos, menos energía, menos capital, etc. por unidad producida.

Desde 1960, para hablar solo del período en que yo he estado vivo, la producción mundial ha crecido aproximadamente 9 veces, aproximadamente de 10 a 90 billones de dólares mientras que la población mundial ha crecido solamente 1,5 veces de 3,000 a 7,500 millones de personas. Eso significa que cada habitante del planeta se ha hecho aproximadamente cuatro veces más productivo en estas seis décadas. Y con la productividad se aumenta la riqueza disponible para cada persona.

En otras palabras, el desarrollo de estas seis décadas no ha sido para definir cómo se utilizan los mismos recursos para satisfacer las necesidades y caprichos de una población creciente, sino para definir cómo se reparte un pastel que se ha hecho nueve veces más grande entre un número de comensales que sólo creció vez y media. Esto es crecimiento de la productividad y es la esencia del desarrollo moderno.

Por supuesto, ese crecimiento es el promedio mundial, y no necesariamente ha alcanzado a todos por igual. Por eso es tan importante para las sociedades que todos los ciudadanos aumenten su productividad individual a través del tiempo, pues ésta determina el ingreso de cada persona y así disminuye la pobreza y la desigualdad.

La productividad de una persona depende de su educación general, de las destrezas especiales con que cuente —lenguajes, capacidades, actitudes, valores, etc.—; de su capacitación específica para el puesto que tenga, de la inversión en tecnología e infraestructura que lo respalde, de la experiencia acumulada por su comunidad en las tareas que le corresponde realizar, y de los costos de insumos clave como la energía, la logística y el capital.

En otras palabras, por muy educada y capaz que sea una persona, si el clima de negocios, los costos de los insumos, y la tecnología disponible no lo respaldan; no podrá desarrollar todo su talento y potencial individual. Y lo contrario también es cierto. Si un trabajador no cuenta con las destrezas y capacidades que requiere, de nada vale excelencia en el clima de negocios y en el costo de los insumos. Su productividad igualmente será mediocre.

Al final, la productividad de un país —su productividad agregada— es la suma de las productividades individuales y colectivas de sus trabajadores, según se determinan por la calidad y costo de los factores de producción y por las capacidades y destrezas que en conjunto despliegan en los diversos sectores de la economía.

A lo largo del siglo XX se dio un cambio enorme en la forma de aumentar la productividad.

Hasta el cambio del siglo XIX al XX, la producción prácticamente solo crecía en función de la cantidad de trabajadores. Si se quería más producción, la única forma de lograrlo era agregando más trabajadores y explotando más recursos naturales. Pero a partir de entonces se dan cambios en la tecnología y en la organización del trabajo que hacen que un trabajador con conocimientos y destrezas especiales pueda rendir mucho más que uno que no las tenga. Este “cambio de paradigma” ha sido fundamental a lo largo de todo el siglo XX y más aún en lo que va del XXI, pues —cada vez más— es la combinación de conocimiento, destrezas, tecnología y organización del trabajo lo que determina la productividad, y por tanto el ingreso, de un trabajador.

Hemos, paso a paso, transitado de la economía del esfuerzo y los recursos a la economía de la tecnología y el conocimiento.

Claro que hemos dejado atrás a muchos, en Costa Rica y en el mundo; y son esas enormes diferencias en acceso a la educación, a destrezas especiales, a la aplicación de tecnología y en el costo de los insumos, lo que hace que existan brechas tan abismales de productividad e ingreso entre naciones, entre sectores y entre personas.

No hay que ir muy lejos para encontrar una familia de campesinos sembrando algún cultivo tradicional —frijoles, yuca o plátano, por ejemplo— y en que, pese a que ya cuenta con alguna tecnología en la forma de semilla mejorada y fertilizantes; su productividad dependa principalmente de su esfuerzo y del clima. O una familia urbana que, por el bajo nivel educativo de sus miembros, se encuentre en la situación de que sus puestos de trabajo se pueden reemplazar total o parcialmente por una máquina o proceso digital, por lo que su compensación difícilmente alcanza para llenar sus necesidades más esenciales.

Si la productividad agregada es la suma de las productividades individuales y colectivas de los trabajadores de una nación, ¿existe tal cosa como la productividad negativa? ¿Puede alguien trabajar —y quizás hacerlo con conocimiento, destrezas, y alguna tecnología— y más bien destruir productividad agregada?

La respuesta es que sí. Hay procesos burocráticos, trámites y hasta labores privadas que por su misma naturaleza retrasan o dificultan la productividad de otros y, al hacerlo, se convierten en productividad agregada negativa. En nuestro país, no hay que caminar mucho para encontrar una persona que destruya productividad en vez de crearla.

Por ejemplo, un guarda para cuidar una fábrica o comercio por las noches; auditores para que verifiquen y vigilen que los registros contables de la organización se hagan bien; o largos trámites —a veces incluso innecesarios o redundantes— ante municipalidades y el gobierno, no contribuyen en nada a aumentar la productividad agregada de una nación, aunque “se hagan bien”.

Un ejemplo crítico de esto es el uso que le da el gobierno a impuestos en inversiones, gastos y procesos que no vayan a retribuir con productividad creciente en el futuro lo asignado.

Cuando un ciudadano o empresa paga impuestos, éstos debieran retribuirse en la forma de una fuerza laboral más educada y más saludable, o en la forma de mejor infraestructura y servicios públicos en el futuro de mediano plazo. Pero la ejecución de labores puramente burocráticas sin tal retribución, no contribuye a la productividad agregada y más bien es parte de lo que limita su crecimiento en otros sectores. El mal uso de los impuestos es un destructor de productividad.

Por eso es tan fácil decir que queremos maestros capaces y bien compensados que, al hacer bien su labor, son determinantes claves de la productividad futura de la nación; o pagar por un buen sistema de salud o de transporte público, que contribuyan a una fuerza laboral altamente saludable, motivada y puntual.

Y por eso mismo es imposible estar de acuerdo con trámites puramente burocráticos y labores que solo destruyen productividad agregada, sobre todo cuando se realizan a cambio de salarios sobredimensionados; en nuestro caso por una combinación de negligencia de quienes lo han permitido e instrumentos como “pluses” y convenciones colectivas, de los que claramente se ha abusado.

Un gobierno municipal o nacional, altamente digitalizado, ágil en sus trámites, enfocado en las labores que sí le corresponden —seguridad, educación, salud, infraestructura común, justicia, representación internacional y gobernanza moderna y relevante— es lo que el mundo de hoy exige. Cuando el gobierno se extiende más allá de lo que realmente le corresponde, casi inevitablemente empieza a destruir productividad agregada y, por lo tanto, a limitar el ingreso y el bienestar de la ciudadanía.

También es cierto que, en nuestro caso, una parte del gobierno es necesario en labores que destruyen productividad porque la informalidad, por un lado, y la empresa irresponsable con el medio y sus obligaciones, así lo exigen. Estamos en un círculo vicioso en que la falta de un sistema educativo de calidad, un clima de negocios deficiente, insumos innecesariamente caros y el mal uso de nuestra carga fiscal, no le permiten a una alta proporción de nuestras empresas y ciudadanía alcanzar los niveles de productividad necesarios para una mejor compensación.

Al mismo tiempo, enormes distorsiones en la compensación y la frecuente ampliación de nuestra burocracia estatal y paraestatal —órganos desconcentrados del ejecutivo y colegios profesionales, por ejemplo— crean una carga burocrática que destruye productividad y crea un espejismo para la juventud por medio de altos salarios en sectores que destruyen productividad agregada. Una extraña paradoja en que se paga mejor a quienes destruyen la productividad que nos permitiría a todos vivir mejor.

Nuestros jóvenes universitarios, en una alta proporción, aspiran a un empleo público de cuestionable valor para el país, en vez de soñar con ser parte de esa productividad creciente que nos llevará a todos al desarrollo.

Estamos metidos en una trampa de la que es difícil salir, y casi toda América Latina está en esa misma situación; porque nuestro contrato social no tiene la productividad como uno de sus valores esenciales; porque proteger, estimular y hacer crecer la productividad no es una labor a la que todos estemos enfocados todo el tiempo.

En Costa Rica nos encanta ser reconocidos por democráticos, por pacifistas, por proteger los derechos humanos y por ambientalistas. Nos encantaba cuando nos decían que éramos el país de la educación —que ya casi no nos lo dicen, porque dejó se ser cierto—. Pero en nuestra institucionalidad, solo Cinde, Procomer y Comex parecen enfocarse en la productividad de manera constante, pues es indispensable para atraer las inversiones extranjeras que constituyen parte de su misión. En el resto del país e instituciones, “si te vi no me acuerdo”.

¿Cuándo será que tengamos el crecimiento de la productividad como un elemento central de nuestro contrato social?

Hasta que esto se produzca, seguiremos trastrabillando hacia el desarrollo y sí, eventualmente llegaremos; pero décadas más tarde de lo que pudo haber sido.

Para luego esta tarde…